domingo, 10 de mayo de 2015

Manzanas Maduras (3)

"Querida prima Asun,
Espero que al recibo de la presente os encontréis bien. Nosotras bien, gracias a Dios. Bueno, es un decir.
Te escribo para pedirte un gran favor. Don Ramón, el médico, me ha dicho que no me queda mucho. Tengo un bulto enorme en la barriga. Crece y crece cada día, sin mesura, sin medida. Él dice que me come por dentro, como mi amargura. Estoy asustada. Si Curro estuviera conmigo... Desde que se fue con esa golfa gitana todo ha ido de mal en peor. Aurorita no me hace caso. Sale de casa y viene cuando le viene en gana. No sé qué hacer con ella. Y ya no tengo fuerzas. El intruso que llevo dentro se las come todas.
Me da miedo dejarla sola. Sólo os tengo a vosotros. Ya sé que no la~conocéis. No es mala. Pero no te voy a engañar: es rara, muy rara. He pensado que podría ayudaros en la tienda. Se apaña bien con los números.
Asun, me muero. Y sólo puedo encargarte a ti a mi hija. Sé que estará bien con vosotros. Tú podrás enderezarla, hacer con ella lo que a mí no me ha dejado la pena.
Me iré al otro mundo, donde está mi Curro. Y le escucharé cantarme, por celestiales.
Llegará un día de estos. No sabes cómo la quiero. Se parece tanto a su padre. Creí que eso iba a matarme. Pero, ya ves. Será el cáncer el que acabe conmigo.
Gracias, Asun. Rezaré por vosotros en el otro mundo. Cuídame a mi niña.
Adiós , prima.
Reme"

jueves, 7 de mayo de 2015

Manzanas Maduras (2)

"¿Cómo ha ido la cosa?". "Bien" contestó Asunción. "Ya no debemos nada. Qué contenta estoy". Mariano la abrazó. Habían peleado tanto, se habían endeudado hasta las cejas para montar el pequeño establecimiento, habían madrugado tanto, trabajado tanto, regateado tanto que el hecho de haber saldado ya todas sus deudas les parecía un auténtico milagro. A partir de ahora, todo sería más fácil. Ella había heredado de su madre las ganas de emprender, de prosperar. Trabajar para otro nunca había sido una opción. Ella era mucha mujer para acatar instrucciones ajenas. Todo un carácter que se dulcificaba amorosamente en los brazos de Mariano cada noche, desde siempre.

Como en la copla, él era rubio y ella tostá, morena y algo velluda. Lástima que en la década de los 50 del siglo pasado la depilación por láser no fuera ni siguiera un sueño. Pero Asunción era feliz. Bueno, casi feliz. La carta de su prima Remedios, la sevillana, le había intranquilizado. Demonio de mujer. Con lo bien que podríamos estar ahora, con los chicos ya crecidos y el negocio en marcha. Había recibido esa carta hacía dos días. A pesar de su capacidad para concentrarse, su contenido, que ella vislumbraba como una amenaza para la paz doméstica, llevaba dos días rondándole los pensamientos. Aún no había decidido qué contestarle. O sí. Ella era muy rápida tomando decisiones. Siempre a la primera. La primera opción siempre era la buena. Se dejaba guiar por su instinto de mujer sabia. Sabía que aceptaría. No le quedaba otra. La madre de Reme, su tía Angustias, había ayudado tanto a su familia durante la guerra que no podía negarse a nada que le pidiera. Y ahora, Reme, estaba desesperada...

martes, 5 de mayo de 2015

Manzanas Maduras (1)

A punto de llegar la primavera, la noche era aún fría. Soplaba viento serrano. Asunción repasaba las cuentas. Había apuntado, como siempre, con sumo cuidado cada una de las ventas del día: alubias, bacalao, mojama, pimientos, patatas, cebollas... La recaudación no cuadraba.  Rebuscó en el fondo de la caja registradora. Ah, ahí estaban. Exacto. Quinientas treinta y tres pesetas. Mariano había pagado al de los frutos secos. Qué barbaridad, cómo había subido los precios este hombre. Hablaría con él la próxima vez que le viera, el mes que viene... 

Terminada la jornada en la pequeña tienda de ultramarinos, estaba cansada. Había echado ya el cierre, como siempre, antes de ponerse a cuadrar la caja. Llamaron a la puerta. Seguro que es Mariano.. este hombre, qué cabeza tiene.. si no fuera por mí.. Sonrió. Mariano no era muy inteligente ni muy emprendedor. Podría decirse que ella llevaba los pantalones en casa, aunque nunca se hubiera puesto unos. Y aunque nunca se lo hubiera dicho a nadie. Mariano era bueno y cariñoso. Ella le hacía creer que él gobernaba aquella familia, como no podía ser de otra manera. En España mandan los hombres, faltaría más.

Se asomó a la mirilla y vio sus grandes ojos claros. Sí, era Mariano. "Abre, que soy yo". Asunción abrió. "Hola, guapa". Le besó en la mejilla empujándola suavemente mientras cerraba la puerta. Siempre le saludaba así. A ella le gustaba. Asunción, doña Asun era ciertamente guapa.  Una mujer de bandera a pesar de que ya peinaba algunas canas. Los tres embarazos le habían redondeado el cuerpo sin que perdiera su atractivo. O eso pensaba Mariano. La miraba siempre con gusto, cuando no con deseo. 

viernes, 28 de noviembre de 2014

Cuando se mira al espejo

La primera vez que la vi, con su cara arrugada y blanca, supe que sería especial. Y no me equivoqué.

La observo en silencio, plantada delante de mí. Ella no se ha dado cuenta de que estoy en la habitación. Me mantengo inmóvil, frente al espejo a la luz de la tarde. Los rayos se reflejan en su pelo largo y castaño. Está triste. Atraviesa esa edad de las dudas, necesitando encontrarse. Protestona, a veces taciturna. Mueve las manos con pasión frenética, como las mujeres de su familia. 

Mañana es el examen pero no va a presentarse. No ha estudiado apenas. Tal vez no pueda concentrarse. Leer la misma frase una y otra vez pero no entender nada. No va a preguntarle al profesor. No va a demostrar que no es tan lista, no tanto como ellas. Siempre las comparan. Odiaba tanto que lo hicieran de pequeña que pegaba a las otras cuando alguien lo hacía. Era su manera de identificarse, de ser única. Prefería ser la mala a ser una más.

Ahora son diferentes y ellas lo saben. Tal vez piense eso, mientras la observo haciendo muecas. Todos lo saben aunque sigan confundiéndolas. En algún momento, como les decía a menudo su madre, encontrará la ventaja. Pero aún no ha llegado ese instante. Siempre ha compartido su espacio con ellas. Por una vez querría tener un sitio sólo para ella. Y encerrarse allí hasta que todo hubiera pasado.

Se recuesta en la butaca. Es muy incómoda, no sirve para estar sentada mucho rato. Intenta quitarse las zapatillas sin desatarse los cordones. Al fin empuja con fuerza y golpea el tocador. Todo se tambalea pero consigue que no se caiga nada al suelo. Sus dientes, tan blancos, aparecen tras la sonrisa pero sigue pareciendo triste.

Tal vez piense en algún chico. Tiene edad para ello. Quizás alguien que conoció en la fiesta del sábado. Aún no ha salido con ninguno. Imagino que eso le preocupa. Sucederá pronto, estoy segura. Y un día llegará a casa luminosa, irradiando esa felicidad que atonta y que sólo da el primer amor. Sufrirá, seguro, cómo no sufrir con esas cosas. Pero amará mucho. Ella parece de esas mujeres fuertes y vulnerables a la vez que disfrutan y sufren y aman intensamente. 

lunes, 13 de octubre de 2014

Tu perfume


Ahí, reflejadas en el espejo, observo ahora algunas de tus cosas: la colcha que te regaló la abuela, la acuarela chiquita que pintó mi hermano de pequeño, las puertas de tus armarios cuajados de vestidos El sol entra por la ventana y me da en la cara. Hace frío. Huele a cerrado, a silencio, a pena. Te gustaban los días claros. Siempre lo decías. Ahora ya no dices nada. Abres los ojos como si fueran una gran puerta hacia el vacío y callas. He venido a buscarte entre tus cosas. A tu lado me siento tan perdida...

Recuerdo el perfume que usabas a menudo, el del frasco negro con tapón dorado. Llegabas a casa al anochecer y nos abrazabas por turno. Ese perfume cálido mezclado con el tuyo me hacía sentir bien. Lo aspiraba profundamente para llevármelo y que me durara. Luego venías aquí, te mirabas en este mismo espejo y ponías una canción, siempre triste, mientras te cambiabas de ropa. Y al terminar te ibas a la cocina a prepararnos la cena. Aún escucho las rancheras que te acompañaban mientras cocinabas. Nosotros nunca estábamos contigo. La música llenaba nuestro hueco sin molestarte. Remoloneábamos para poner la mesa, tirados en el sofá. Pero al final casi siempre iba yo. Estabas cansada y sólo querías terminar esa faena, sentarte con nosotros y charlar un rato, el único del día en el que no andábamos cada uno ensimismados con nuestras cosas. Yo sabía que esperabas ese momento y no quería negártelo. A veces cenábamos las dos solas y era divertido. Yo te contaba la última hazaña del profesor de Historia y tú me leías el ultimo relato de él, esperando que me gustara tanto como a ti. No me gustaba su estilo aunque nunca te lo dije.

He derramado el perfume que quedaba en el ultimo frasco que compraste, poco antes del accidente. Acaso eso te traiga de vuelta. Abro la ventana. Retiro el polvo acumulado en estas semanas sin ti con mucho cuidado. Intento dejarlo todo como estaba. Siempre te dabas cuenta cuando cogíamos algo tuyo sin permiso. Era fácil, nunca lo devolvíamos a su sitio. Te enfadabas.


Como cuando él te ignoraba por las mañanas, después de dormir contigo. Yo te miraba sin comprenderte. Tenías esa manía de concentrarte en lo que no te gustaba. Nunca entendí ese afán tuyo por la desdicha. Yo creía que no tenías razones pero siempre encontrabas alguna a la que te aferrabas. A veces me contabas esos detalles de él. Yo te dejaba hablar aunque me incomodara. Y al final siempre te decía que no era para tanto. Tú me mirabas perpleja, con una especie de indignación y de envidia cariñosa. Y me decías que tenía razón, que era muy madura. Yo sólo tenía quince años y tu parecías tener catorce. Luego nos reíamos y me tocabas la cara, tan orgullosa.

Le pediste durante una siesta que se quedara pero no te contestó. Luego, al levantarse, fue a buscarte y te dio un abrazo parco y unos besos pequeños que vi desde la puerta. Nunca os escondíais. Después se despidió y no volvió más. Te vi empequeñecer esperándole, hacerte diminuta con su ausencia. Reprochándote los silencios a los que le condenabas, la apatía que le echó de tu lado. Tú, que siempre fuiste grande y fuerte, alzada en tus tacones, llenando con los pechos blandos y amorosos los pliegues de tu abrigo, te convertiste poco a poco en una anciana.


No sé si me entiendes ahora cuando te hablo pero sigo haciéndolo. Te cuento mis rutinas, las gracias de tus nietos, las recetas nuevas que busco en internet, lo feliz que soy en el colegio. Recuerdo cuando te confesé que me sentía sola y fea porque ningún chico había intentado besarme. Me miraste y lloraste conmigo. Llorar se te daba bien. Habías practicado mucho. También reíamos juntas, sobre todo tú. Pasabas del llanto a la risa casi de golpe. Me sorprendían esos cambios de ánimo tuyos, tan repentinos. Así que cuando estabas enfadada yo no te hacía mucho caso. Sabía que duraría poco. Ahora ya no ríes ni lloras ni te enfadas y yo lamento no haberte escuchado más, madre.

Ayer me dijo el doctor que te trajera a casa. En la clínica ya no pueden hacer nada más por ti. El infarto cerebral detuvo tu tiempo. Te dejó varada para siempre en ese hueco oscuro en el que ya no puedo acompañarte. Así que aspiro el perfume que aquí queda mientras te abro la cama recién hecha, sorbiendo la tristeza de mis ojos, con cuidado para no mojar tus sábanas.

martes, 21 de enero de 2014

Un Audi negro

A las ocho de la mañana espero el autobús, aterida. Menos mal que encontré mis gorros en el arcón de debajo de la cama. Esta noche me ha dolido la espalda otra vez. Estoy de mal humor. Oigo un rugido y veo pasar frente mí un Audi negro familiar a una velocidad absurda, bramando como un animal enfurecido...


Anita desayuna cabizbaja en la mesa de la cocina. Normalmente es dicharachera. Pero desde hace unas semanas parece triste.
-¿Qué te pasa, cariño? ¿Has dormido mal?
Levanta sus grandes ojos claros y Papá adivina...
-¿Otra vez, tesoro?
La quinceañera sufre la misma pesadilla cada noche desde hace un mes, cuando su abuela, doña Águeda, pasó a mejor vida. Es una forma de hablar porque doña Agueda siempre gozó de una existencia cómoda y agradable. Hija de militar, esposa de militar, habituada a todas las comodidades de la alta burguesía catalana, inmune a las crisis en las que el mundo se había sumido de tanto en cuando durante sus ochenta y siete años de vida. Murió tan plácidamente como vivió, en su gran cama, mientras dormía , casi sin hacer ruido. Un ejemplo. Anita había querido mucho a su abuela. Sin embargo, desde que murió, todas las noches tenía el mismo sueño que la aterrorizaba: un bosque oscuro y frío, la voz suave de su abuela llamándola, ven, ven... Y cuando la encontraba sentada bajo un abedul, al abrazarla, su cara se tornaba espantosa y tétrica y la intentaba asfixiar con su collarde grandes perlas grises, mientras de su garganta brotaban graznidos y se reía. Anita se escabullía rompiendo el collar. Las perlas desensartadas se esparcían por el suelo y le hacían resbalar en su intento de huída... Se despertaba entonces sudando llorosa y ya no quería dormir mas..
- Sí, Papi.
Suena el timbre del videoportero. Es Bea, la mejor amiga de Anita, su compañera de clase.
- Vamos, hija, vete al colegio. Y no pienses más. Verás como pronto dejas de tener ese sueño absurdo. La abuela era muy buena contigo, sabes que te quería mas que a nadie. Igual que yo. Dame un beso. Abrígate. Que tengas un buen día. Y aprende mucho.
- Te quiero, Papi. Hasta la noche.
Anita coge las llaves y el abrigo, la mochila y el gorro y sale de casa.


Agustin da un portazo sin despedirse, hecho una furia. Nuria le ha vuelto a montar una escenita de celos de las suyas. Ya no la soporta. Estos últimos dos años, desde el aborto, han sido un tormento. Ya no hacen el amor, ya no se ríen. Sólo celos, siempre celos, absurdos celos. El nunca le ha sido infiel pero ya no la ama. Baja al garaje enfadado y arranca el coche. Siempre a la primera. Menos mal que él nunca le falla. Eficacia alemana. Suena el final del primer acto de " La Clemenza di Tito" la maravillosa opera de Mozart que empezó a escuchar ayer mientras volvía de la oficina. Parto, parto... Callejea, un badén, otro y otro más. Enfila la cuesta que le acerca a la autovía. Piensa en el atasco que le espera. Uffff...

Las dos amigas caminan despacio hacia el colegio. El padre de Bea ha vuelto de su viaje a las Maldivas con su novia y le ha traído a Ana una pulserita de piedras grises que la niña lleva en la mano. Giran al llegar a la plazuela. Descienden unos metros por la avenida acercándose al paso de cebra.

- ¿No te gusta la pulsera? Mira, yo tengo una igual.

Agustín enciende un cigarrillo y se le resbala el mechero entre los dedos. Se agacha un segundo a recogerlo palpando el suelo de su Audi. Sólo un segundo. Se incorpora y las ve. Demasiado tarde. Pánico. Frena, frena, frena...


Anita mira hacia su izquierda. Unos instantes y vuelve a ver la cara de terror de su abuela dentro de un coche negro. Ven, ven.


Un frenazo inútil, un golpe seco. En el suelo, ruedan piedras grises por encima de un gorro de lana...























domingo, 19 de enero de 2014

Pájaros en la cabeza (IV)

Hace fresco en la umbría iglesia medio en ruinas donde Alberto se refugia del calor del mediodía. Después de pasar muchas veces por delante, hoy se ha atrevido a entrar. Mamá se enfadaría si le viera, pero, por hoy, se saltará las normas. Tropieza con un resto de capitel y, de pronto, una bandada de palomas huye espantada. Alberto se sobresalta, da un brinco. Pero no se detiene. Avanza despacio hacia el altar saqueado y se sienta en uno de los pocos bancos que quedan enteros, a la sombra de los pilares. Lleva el bocadillo en la mano pero no tiene hambre. Así que lo deja en el banco, a su lado. Se tumba. Está cansado y triste, recordando las sonrisas de Coloma y Luis. Ya no les quiere. Son unas ratas. Está cada vez más enfadado. Ya no volverá a ser su amigo. Y Coloma, Coloma... Bah. Ya no jugará con ella a meterle trozos de bocadillo en la boca, como si fuera la paloma que concuerda con su nombre. Si está con el bobo de Luis, es que no es tan lista. Y ocupa su cabeza rota con este pensamiento, ensimismándose...

Poco después, las palomas vuelven a refugiarse del sol, llenando las paredes de la iglesia con sus excrementos corrosivos. Animada por la visión de las migas,  una de ellas se acerca. Alberto se da cuenta y la mira. Coge un trozo de pan, lo despedaza y lo deja caer al suelo con cuidado. El animal, confiado, se acerca con más hambre que remilgos. Alberto la mira. Se asombra de la avidez de la paloma que avanza resuelta hacia las migajas de pan. Se acerca tanto a él que puede casi rozarla. Y cree reconocer en sus ojillos rojos los del pichón al que salvó la vida en su balcón. O más bien los de Coloma cuando contenían la risa refugiados en el almacén en penumbra del Centro, jugando, mientras el grandullón de Luis los buscaba desesperado, sus grandes zancadas retumbando por los pasillos...

Se mueve muy despacio para no asustarla. Consigue tocar al animal, igual que alguna vez rozó la piel suave de Coloma. El animal no se aparta, inmóvil, como hipnotizado. Alberto acerca más aun la mano hasta que consigue agarrarla. La aprieta entre sus dedos, notando el movimiento del corazón del animal. Su sangre también se agita, al compás de ese latido, como aquella tarde en el balcón, como cuando está cerca de Coloma.

Coge una miga de pan y la introduce en el pico de la paloma. Y sigue apretando, más, más, hasta clavarse las unas en el pulgar. Le duele la cabeza. Mucho. Y grita "vuela, vuela otra vez, vuelaaaaa". Escucha el palpitar de la sangre en su cabeza partida. Cabeza partida. Las ideas de una en una. Mamá, se ríen de mí. ¿Soy diferente? Mamá ¿me quieres? No quiero volver al colegio. Coloma no es mi amiga. Mamá, déjame salir al balcón. Quiero salir, volar, volar. Coloma, Coloma, Colomaaaaaa!

Ya no se mueve. El cuello emplumado está tieso. Todas las palomas menos una sobrevuelan la iglesia. Alberto llora. Deja caer la paloma al suelo. Y piensa en que ya es hora de volver a casa.